Viaje Fingido al Horizonte

LUIS CARNICERO -

Cada contemplación es un viaje, y, dejado el Paraíso, cualquier viaje es un intento de regreso. Sentían la amanecida, desde el noroeste, con los respiros de la sangre. Un látigo hundido, vegetal, les enseñó a escuchar, aguas arriba, el aire emboscado y las corrientes. Iban ascendiendo a U, al norte, a la Montaña, entre la niebla, paredes y canchales.

Al elevarse, aprendieron los símbolos sagrados, la altitud y los escenarios de la Soledad, la búsqueda de la oquedad en la lluvia, y el aviso del Volcán con el huracán y la tormenta. Con la calma, pusieron las manos en la Piedra. Detrás del arco iris, por encima de las nubes, vieron el mar como una inmensa lengua prolongada de la fragua del Azul. Y ni la Noche pudo apagar lo que se dibujaba en la lejanía como un bramido de luz licuada. Acaso sus raíces estuvieran en el Infierno, pero sus cuerpos allí eran dos columnas soportando el universo.

Con el vuelo del ave descubrieron la belleza de sus vientres. Y, sin alas con las que poder trazar signos en el viento, aprendieron a dejar su latir sobre la roca: la propia caliza caligrafiaría con el tiempo las letras de sus nombres.

Descendiendo, sintieron la llanura, desde el aroma de lo alto, como un efímero mantel de fuego. Y anduvieron hacia ella, hacia el agua oculta. Con el curso de los días y del río, volvieron al Páramo para reconocerse en la entrega de la Presa.

Educada la Mirada, como si construyeran un cobijo, pronunciaron la Palabra. Erguidos, puestos en cruz sobre la unión de Tierra y Cielo, otra vez, amanecía. Y se vieron reflejados en las fases de la Luna, hirviendo su sangre en la del Sol. Y comprendieron que, a la espera del origen, de los mitos, la liturgia es caminar eternamente en el asombro, en la Nube, hasta quedarse, olvidando, como el Árbol. Y habitaron para siempre el Horizonte como si fuera una isla de una sola dimensión, el infinito.