Vuelvo con cada estación a orillas del Órbigo, a la volumetría de los chopos, al efímero espacio de su ajedrez sagrado -yo mismo corto en días erigido- entre Fuerza de tierra entregada y Belleza de fuegos verdes robados: universo y granada
Desgajados ya los pendientes estrellados, desvanecida la espiral de los pájaros, solo la sombra del río desvela, horizontal, en la humedad del plantel, el don de la claridad, y eleva su música diagonal desde lo profundo hasta lo alto de las hileras, hasta las verticales que fugan hacia los capiteles de un friso arrancado del mito de Faetón, como en hilaturas de rayos.
Entro en la sala hipóstila encendida, como por un pórtico grandioso hundido en la tierra, y el ritmo humilde de ir arrastrando los pies despeja el misterio de traspasar mundos: tantas puertas distintas abiertas y parece una sola dando a un retablo que ocupa, de oriente a occidente, con signos y símbolos del conocimiento, la base del cielo
Encerrado en la luz, qué revelación la de estas columnas que se inclinan levemente para ensayar en armonía, en triángulos de luz, cada una su Calder inverso; qué revelación la de esta alfombra que ayer fuera de oro y hoy protege al barro; qué testimonio el de estos corazones sigilosos que no sueñan senderos abiertos sino ocultos, de entrega, y la mano del otoño despejando las ramas para que sientan con el frío el adormecimiento del azul.
Ha caído la primera helada sobre sus hojas muertas y mis ojos. Resuenan mis pasos perdidos sobre sus troncos y sobre rostros oxidados de ocre ceniciento, y sobre cristales de sed y de escarcha: sus raíces aliviando el suelo olvidado e improductivo… y mi piel queriendo reflejar su alma tan tierna y tan blanca; su rumor cautivando la maleza… y mi voz ensayando pasiones y rezos; sus formas trenzando el aire… y mi soñar olvidando metales… los chopos y yo, ansiando penetrar en la Nube, enhebrando la Noche, esperando la Nieve, anidando el Adiós.