Miramos a lo alto, hacia la cumbre en la que un día levantamos, con velas de lino, las paredes de una casa fugaz para los cuatro elementos.
Donde Fuego arrasara en verano hectáreas de monte; donde Tierra, embadurnada aún con sudor de cenizas, se duele de restos de tocones quemados, ahora Aire intenta aromarse con rebrotes de carqueisas, brezos, piornos, escobas…humedecido un instante con saliva de luz. ¿Y Agua?
Con la mente en la sequedad de los pantanos, sin nubes, sin nieves, habíamos ido a Peña Aguda en busca del agua. Entre restos de un mar petrificado, en la incipiente mañana —sólo cruzada por el aleteo de un águila y el paso de ciervos sedientos— nos lamió una lengua de sombra dividiendo el valle en abeseo y solana zurcidos por manos: las sabias, de Naturaleza, dibujando lazadas con cauces sumisos, con cenefas de humeiros, intentando acopiar torrenteras, arroyos… abrevando al Sil; y, las listas, del hombre, que tallaron la roca y el barro con laberínticos carriles que condujeran el oro, parodiando al Sol.
Observamos honduras… pero no estaba el agua y, en su ausencia, medimos quebradas, anchuras… y, en la cuna del agua, gritamos caricias: caba rera, río río, Cabrera, río río, río Cabo… nombres del agua.
Cercano ya el mediodía, desde la mirada al oeste en Llamas, volvimos nuestros pasos al este, hacia Xandillamas: a Pozos. Desde allí caminamos como entre máscaras y monstruos de piedra —con Peña Negra ocultando el perfil de Tilenus— descendiendo a la negrura, a Aguas Altas, a la armonía y la fuerza, al estanque donde Fuego dejaba, en cristales licuados, esparabanes de plata y de oro caligrafiando el misterio, donde Aire alisaba su voz de ebriedad en verticales de abismos, de abedules, robles, alisos, servales… donde fuimos conscientes de la temporalidad de la tarde.
Fluyendo —belleza y ejemplo— en la cascada contemplamos desbordadas las trazas heladas —desnudez brotando?— el don que Tierra guarda y purifica en su seno: finísimos brazos y larguísimas piernas, sagrada virgen, Agua Dios.